Las movilizaciones de protesta que se están produciendo en Bolivia y Chile estos días de agosto significan un reto que guiará la acción de los movimientos sociales de toda América latina. No son los primeros desde el comienzo de la pandemia, pero sí los que han concretado un cronograma de protestas intensas y con demanda unificada.
En el caso del movimiento boliviano es de hacer notar la cautela con la que ha planteado las movilizaciones desde la partida de Evo. Su imposibilidad de reaccionar exitosamente al golpe de Añez se profundizó con la llegada de la pandemia y la cuarentena. Pero este mes, tras un nuevo aplazamiento de las presidenciales, se han lanzado a cortar las rutas de varias regiones del país con la demanda concreta de una fecha definitiva.
Las movilizaciones no han sido solo en Bolivia. En Chile, los mapuches han levantado un conflicto que se viene recrudeciendo con los más de 100 días de la huelga de hambre de sus presos políticos.
En Perú, en la Amazonía, el 9 de agosto, una protesta de indígenas contra una petrolera canadiense dejó el saldo de tres manifestantes muertos.
Si estas protestas producen victorias, se abre la probabilidad de alcanzar un escenario en el que, como en 2019, vuelvan los estallidos, aunque en peores condiciones sociales y, por ende, con posibilidades de que tengan mayor impacto sobre los gobiernos más débiles. Aunque hay que tener presente que, por más golpeados que estén los gobiernos de la región, están a su vez más legitimados para usar la fuerza pública debido a la cuarentena obligatoria.
Con estos acontecimientos nos hacemos la pregunta de cómo acabará en términos políticos este 2020. Y para ello, cabe recordar cómo estaba el 2019 y su prolongación hasta el advenimiento de la pandemia, cuyo primer caso en Latinoamérica conocimos el 26 de febrero.
Estallidos de naipes
Los naipes no cayeron en 2019, fueron estallando uno a uno. Los gobiernos permanecieron, pero los modelos políticos como el de Chile, Colombia y Perú, entre otros, fueron incinerados.
En términos generales, 2019, y especialmente su segundo semestre, representó para la región el momento sociopolítico de mayor convulsión en los últimos decenios.
Y lo inédito es que fueron ocurriendo uno tras otro, como lo habíamos visto en Europa del este o en los países árabes, pero nunca en América latina.
En Haití las movilizaciones masivas no cesaron durante todo el año. En Puerto Rico el movimiento urbano tumbó al gobernador en julio, algo que nunca había sucedido. Comenzando octubre, el movimiento indígena en Ecuador echó para atrás el aumento del combustible y otras medidas de reforma neoliberal. A mediados de octubre, en Chile se dieron las protestas más potentes y continuadas desde la caída de la dictadura de Pinochet, lo que obligó al gobierno a convocar una constituyente que la pandemia ha postergado. Luego Colombia estalló con un conflicto de calle que duró semanas, desde el 21 de noviembre, y que tomó las principales ciudades bajo diversas formas de protestas.
En Chile y Colombia las protestas siguieron con fuerza durante enero y febrero de 2020.
Lo que pasó en 2019 era inaudito para el consenso neoliberal, pero finalmente ocurrió e hizo crujir el modelo social impuesto desde los 80 en América latina.
La pausa del coronavirus
Para cómo comenzó el 2020 en Chile y Colombia, por ejemplo, con alto grado de conflictividad política, además de todas las experiencias de lucha popular de 2019, el resto del trayecto de este año ha sido bastante calmado en materia de manifestaciones, y no había otra opción: todas las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) se dirigen hacia el distanciamiento social y la cuarentena, por lo que las concentraciones públicas generan altas dosis de peligrosidad para los propios participantes.
Más allá de que a los gobiernos les interese esta pausa obligada para bajar la conflictividad, los movimientos tenían que hacer un llamado responsable a desconvocar actos de calle.
Aunque desconvocar actos de calle no implica desaparecer de la esfera público-política, sobrevivir en las redes sociales tampoco es suficiente para interactuar con los sectores movilizados, que en muchos casos están excluidos de las conexiones o no tienen los aparatos necesarios para lograrla.
Así que los movimientos necesitan reaparecer, aunque sea simbólicamente, y no solo por las vías virtuales, que llegan a un público que no siempre es el mismo que se suele movilizar.
He allí la importancia de la huelga de hambre de los mapuches, porque es un acto simbólico, no implica los niveles de riesgo de las manifestaciones públicas y mantiene el nivel de conflicto requerido para que no desaparezca la trayectoria y el acumulado político del último año, en el que la sociedad chilena no solo salió a protestar de manera enérgica, sino que se sensibilizó con los principios de la lucha mapuche. Con esta huelga de hambre, el movimiento mapuche sigue vivo y haciendo política aunque no pueda convocar a las grandes movilizaciones nacionales de 2019.
Los sectores sociales desconectados y excluidos, que no están al tanto de las declaraciones y tuits de los líderes políticos y movimientos, presentan además una pelea diaria por la sobrevivencia económica y sienten de cerca el riesgo del virus. Estas poblaciones han quedado rezagadas políticamente en comparación al 2019, cuando fueron actores protagónicos, y lo que se ensaya este mes de agosto es un reintento de interpelarlas y volver a invocar el espíritu de las luchas de 2019.
La pandemia obliga al repliegue
Además, la Comisión Económica para América latina (CEPAL) proyecta que la economía del subcontinente se desacelerará un 9,2%, lo que es una hecatombe para nuestros países y sus partes más vulnerables.
No hablamos solo de las más de 200.000 muertes que ya van en el subcontinente, sino de que las caídas del PIB en Perú (-13%), Argentina (-10,5%), Brasil (-9,5%), México (-9%), El Salvador (-8,6%,) y Chile (-7,9%) van a generar una situación calamitosa.
Todos los países ya están sintiendo los estragos económicos y esto va a cambiar la configuración de la protesta: la puede acrecentar por al aumento de los reclamos sociales, pero también la puede disminuir debido a que la exclusión social, que se está acentuando, hace mermar las posibilidades de movilización política.
Lo que se ensaya este agosto de reinicio de movilizaciones es si los movimientos sociales pueden nuevamente revivir la convocatoria de 2019 y tener avances efectivos en sus demandas o van a tener que apostar por otro tipo de acción, que tanto en Bolivia como en Chile podría ser electoral.
Descongelamiento de la protesta
Por ello es clave lo que ha iniciado la central sindical boliviana y el movimiento campesino.
Estos sectores bolivianos fueron especialmente cautelosos con la caída del gobierno de Evo Morales. Ante la arremetida de la derecha, en octubre del año pasado, intentaron algunas movilizaciones, pero no tuvieron la capacidad de hacer frente al auge de masas y opinión que provocaron los sectores de derecha que lograron instalar un nuevo gobierno.
Pasado el golpe y llegado el coronavirus, el gobierno de Jeanine Áñez ha suspendido dos veces las elecciones, lo que ha derramado el vaso y ha enviado a los militantes de los movimientos hacia los cortes de rutas, un tipo de movilización que se utiliza para activar la alta presión social pero también puede traer contagios entre los manifestantes u obstaculización de servidores públicos para confrontar la pandemia.
Por ello, es un ensayo que no necesariamente tiene éxito.
Es posible que el momento sea perfecto para presionar al gobierno, de hecho, ya han conseguido una "fecha impostergable de las elecciones", pero también puede generar antipatías en los sectores populares que no solo no están movilizados al momento, sino que no están de acuerdo con quebrantar la cuarentena. Esos son sectores imprescindibles para poder revertir el golpe de Añez de manera electoral y lo menos indicado es irritarlos.
Obviamente, los manifestantes han sido criminalizados por obstaculizar el paso y el mismo Evo los ha llamado a "no caer en las provocaciones" que puedan "llevar a la violencia", pidiendo el acatamiento de la fecha planteada por el Tribunal Electoral: 18 de octubre.
Así que este descongelamiento de las protestas podría ser el inicio de una nueva cadena de protestas en la región, pero también podría ser una muestra de que la situación de la pandemia no permite la misma forma de movilización y va a ser improrrogable atenerse a las nuevas condiciones (nueva normalidad), que parecen alargarse más de lo que se pensaba originalmente. Sobre todo en América latina.
Iremos detectando esas nuevas formas.
Por ahora el continente mira los procesos electorales que se vienen en Chile, Bolivia, Venezuela y Estados Unidos. Y cómo van a ser afectados por la pandemia.