La raíz de la crisis que sufre el sudeste asiático está en Birmania, más en concreto, en uno de sus estados, Rakáin, destaca Artémiev en su artículo para el portal slon.ru. Es la tierra donde habita el grupo étnico de origen bengalí conocido como 'rohinyás', 'ruaingás' o 'rohingya'. A diferencia de los birmanos que profesan el budismo, los rohinyás son musulmanes.
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La frontera septentrional de Rakáin limita con Bangladés y desde hace siglos centenares de miles de personas no vacilan en cruzarla. En la década de 1970 se produjo la última ola especialmente numerosa de inmigrantes hacia el territorio birmano en un intento de huir de la sangrienta guerra civil.
Hoy en día entre 800.000 y un millón de personas pertenecen a esta etnia según diferentes estimaciones. Desde el año 2012 viven una situación que ellos mismos califican de 'apartheid': los birmanos budistas los masacran y les atribuyen todo tipo de ideas radicales y comportamiento criminal.
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Las autoridades del país, a su vez, encontraron una solución bastante particular al problema: recluyeron a los rohinyás en guetos y campos de desplazados internos y prefirieron olvidarse de ellos. La línea oficial siempre ha sido que la etnia de los rohinyás no existe como tal y siempre se han referido a ellos como refugiados bengalíes sin derecho a la nacionalidad birmana.
Muchos han huido a su 'patria histórica', pero la superpoblada Bangladés tampoco quiere darles la bienvenida ni facilitarles documentos de ningún tipo. De este modo los rohinyás se han convertido en un pueblo en constante huida que nadie quiere en su país y que carece de una tierra propia, acentúa Artémiev.
Sus intentos de buscar una mejor vida en otros lugares tampoco han tenido mucho éxito. La vecina Tailandia, que, además, sufre un conflicto interno cercano a la guerra civil, cuida su frontera terrestre con mucha precaución. De allí que decenas de miles de rohinyás intenten alcanzar el país por vía marítima. Sin embargo, de esta forma tienen que arriesgar la vida en barcos sobrecargados y anticuados que circulan fuera de las rutas navegadas y con déficit de alimentos y agua potable. Muy a menudo los que sobreviven terminan en manos de los traficantes de personas, que les infligen violaciones, torturas y hambre.
Pero ni siquiera llegar a las costas deseadas es una garantía de obtener una vida mejor ya que los países del Sudeste Asiático suelen impedirles la entrada. No hay nada sorprendente en ello: si incluso los Estados de Europa se niegan a abrir sus puertas al flujo de inmigrantes que llega de Oriente Próximo, no hay que esperar mucho de los Estados asiáticos, mucho más pobres y donde los derechos humanos no son una prioridad, destaca Artémiev.
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